Entro en un bar de Buenos Aires para
tomar algo fresco en verano y en el ambiente resuena la música del momento que
están pasando por el sistema de audio del lugar. Luego, al salir del bar, tomo
un taxi y el conductor está escuchando en la radio el mismo tema de moda. Al
día siguiente voy a un negocio para realizar una compra y el vendedor tiene su
radio encendida, por la que transmiten música del mismo grupo pop que la
escuchada el día anterior.
Podría agregar muchos otros ejemplos
similares al anterior, incluso no solo sobre experiencias vividas en Buenos
Aires, sino también en otras ciudades argentinas y europeas. Por ejemplo, he
tenido la posibilidad de estar alojado en un hotel de la ciudad italiana de
Palermo, categorizado como cuatro estrellas, cuyo edificio es un antiguo
palacio del siglo XVIII, en el cual se jactan de tener obras de arte de la
época y muebles de estilo originales. También pude estar alojado en París en un
hotel tres estrellas ubicado en un edificio moderno con buen salón desayunador.
Por último, recuerdo un hotel tradicional cuatro estrellas de los años ’70 en
Madrid con buen servicio general. En estos tres casos (y en muchos otros que no
mencionaré para no aburrir), al desayunar cada mañana, en el ambiente hay
música pop. Pongo este calificativo de manera general para referirme a toda
aquella música de difusión masiva que se transmite con objetivos comerciales.
Las experiencias anteriores me llevan
a pensar sobre dos cuestiones. Por una parte, en estos lugares donde se atiende
al público (hoteles, restaurantes, negocios, etc.) acude una gran cantidad de
personas a las que no se les pregunta sobres sus gustos musicales. Nadie me
pregunta en un hotel si quiero escuchar rock anglosajón o ritmos latinos cuando
voy a desayunar; por supuesto, mucho menos me preguntarán si prefiero escuchar
una sinfonía de Mozart o una de Beethoven, y no pensemos ya en si es una
versión dirigida por Toscanini o Karajan. Simplemente me imponen escuchar “lo
que está de moda”, lo que todos escuchan, es decir, lo que todos aceptan
escuchar. Por otra parte, tal vez el cliente prefiera estar un momento en
silencio para disfrutar de la tranquilidad del lugar, especialmente en un hotel
de cuatro o cinco estrellas. Al parecer, no tengo derecho a estar en silencio
con mis propios pensamientos o lecturas; debemos conversar con nuestro comensal
o leer el libro que hemos llevado con el trasfondo sonoro del ambiente.
Así, ya no hay diferencia entre el
gran hotel italiano en el palacio del siglo XVIII, el moderno hotel parisino o
el tradicional hotel madrileño, ya que siempre la misma música en todas partes
anula las diferencias específicas de cada lugar. Todo da igual; la misma
personalidad se imprime en todos los lugares gracias a la misma música. Tal vez
Theodor Adorno, el filósofo y gran crítico de la cultura del siglo XX, tenía
razón al afirmar que la sociedad se homogeniza por la difusión masiva de los productos
de la cultura previamente elaborados (su punto de partida del análisis de la
industria cultural), es decir, nuestra manera de sentir se moldea por lo que
consumimos, aún cuando este consumo no sea voluntario, sino tangencial, como
cuando escuchamos música en un lugar público sin haberlo solicitado. En
particular con la música, este fenómeno fue estudiado sistemáticamente por el
sociólogo Richard Sennet, quien pone de manifiesto el hecho de que la música de
difusión masiva está acotada a una duración predeterminada (de 3 a 5 minutos) y
de estructura repetitiva, coincidiendo con algunos aspectos de Adorno.
Como conclusión, me pregunto si se
trata de una estrategia de mercado, de una crisis cultural, o de una
combinación de ambos aspectos. Una excepción a esta situación: el histórico
café Greco en Roma, donde siempre la música clásica recibe a los visitantes que
llegan desde todo el mundo.
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